Nava Le Favi, Daniela.
IBIGEO/CONICET/INCOPOS/UNSA.
Para agosto del año 2019, José preparaba la fiesta para su Virgen de Urkupiña, una devoción boliviana que ha migrado a distintas partes del mundo y que ha llegado al Noroeste Argentino con diversos procesos de traducción y apropiaciones. Si en su país de origen es un culto más jerárquico y reconocido por la Iglesia, en Salta es más bien comunitario y depende de las agencias (Nava Le Favi, 2019). La Virgen -como otras prácticas que se realizan en la capital- forma parte de los contactos interculturales entre el NOA y Bolivia, los cuales están latentes incluso antes de la etapa pre-hispánica (Álvarez Leguizamón,2010) y se insertan como parte de la memoria colectiva local. José, en mayo de ese año, ya había viajado a Aguas Blancas, una ciudad de Orán que se encuentra en el límite entre Bolivia y Argentina. De allí, trajo las telas para el vestido de su Virgen porque – según él- eran más brillosas y bonitas que las que venden en la capital salteña. Para el cetro y las coronas (del niño y la Virgen), fue a uno de los tantos negocios del centro que se dedican a la venta exclusiva de objetos sagrados para la Virgen y le compró una de alpaca, con detalles rojos para que combine con el vestido de su imagen. Para el día 14 de agosto, llevó su imagen a la Iglesia del Pilar para terminar de comprar las alasitas (que venden afuera del templo diversos vendedores ambulantes) y recibir la bendición por parte de algún cura párroco del templo.
De allí, haría la procesión en el Campo La Cruz, un predio que determinó la Arquidiócesis Salteña para que se realicen y centralicen las procesiones porque los devotos suelen interrumpir el tráfico con este ritual y causar “molestias” en algunos “vecinos”. La procesión ya había provocado diversas regulaciones del municipio capitalino (como prohibir el uso de fuegos de artificios durante estas celebraciones) y declaraciones de diversos miembros de la Iglesia Católica Salteña para tratar de disciplinar un culto con características que se alejan del canon católico y están más cercanas al carnaval bajtiniano.
Este culto rizomático (Deleuze y Guattari, 1997), andino (Cánepa Koch,1998), mariano, popular (Semán, 2013; Nava le Favi, 2019) católico que pone en tensión las identidades (Hall, 2003), las territorialidades (Segato, 2007), entró en un proceso de explosión cultural (Lotman, 1999)con la pandemia del COVID-19. Este trabajo parte de la etnografía virtual (Hine, 2004) para recuperar algunas de las voces y experiencias de los devotos en contexto de pandemia.
Yuri Lotman (1999), un semiólogo ruso, decía que una cultura (la semiosfera) era dinámica y podría comprenderse como un conjunto complejo que se halla formado por estratos que se desarrollan a diferente velocidad de modo que cualquier corte sincrónico muestra la presencia simultánea de varios estados. En algunos estratos hay explosiones, mientras que en otros, hay procesos graduales. Cuando un cambio es brusco o violento, se lo vive como imprevisible o explosivo. Los dos movimientos implican procesos de cambio y aumento de la memoria, sólo que uno es gradual y el otro repentino. Cuando una contingencia – como la pandemia del COVID 19- provoca la elección de una posibilidad que no responde a la lógica común se percibe como imprevisible y se produce la explosión. Entonces, la categoría de explosión constituye un esfuerzo por responder al problema de los procesos, ritmos, tiempos y previsibilidad de los cambios culturales. La semiosis de estos procesos imprevisibles está vinculada, por lo tanto, a mecanismos extremadamente complejos.
La pregunta es cómo se re-configuran los procesos religiosos en una etapa de contingencia mundial, más aún en cultos con rituales que presentaban una continuidad en la ocupación de los espacios públicos y domésticos. En el caso particular de Urkupiña, hay claramente una ruptura: los las novenas y la construcción de altares cobran mayor protagonismo que las procesiones que se realizaban en las calles de la ciudad o las fiestas que tenían la presencia de una gran cantidad de personas. Franco, en medio de su living-comedor, construyó este año un pequeño altar para el 15 de agosto, en lugar de hacerle una fiesta como años anteriores. Colocó la bandera de Bolivia como base, puso velas, flores y le ofreció a la Virgen la comida que iban a compartir en el almuerzo.
El altar se constituye en el lugar donde se puede pedir esa “protección” frente al virus, lo cual – además- se traduce en alasitas específicas. Las alasitas, son bienes materiales en miniatura que, según la creencia del culto, la Virgen le otorgará al promesante en el término de un año. Suelen usarse en otras fiestas andinas, como las del Ekeko (Cánepa Koch,1998). Emilia, una mujer que tiene su negocio dedicado a los objetos sagrados de la Virgen en el macro-centro salteño, reconoce que ha vendido más alasitas de certificados de “salud”, “trabajo”, “alegría” que otros años donde la gente compraba más autos, casas o certificados de estudios. En este sentido, se observa cómo se presentan procesos de territorialidad con los altares que se inscriben en campos de sentidos íntimamente vinculados con los miedos, ansiedades, cuidados e imaginarios que provoca el COVID-19 en la población.
Ese año, en particular, emergieron las alasitas en forma de llaveros “como no hay procesiones y no hay fiestas, algo de la Virgen tenés que tener o llevar con vos o para regalar, cuando le hagas un té o en las comidas familiares. Este año, se regala mucho llaveros o tenés pulseras de la Virgen, como una forma de que ella se encuentre presente y la puedas llevar con vos y que te cuide” dirá Emilia. Y aquí, dos cuestiones: el carácter rizomático que podía leerse en las múltiples procesiones y fiestas que se tejían desde lazos comunitarios, amicales hoy son más familiares. Y, por otra parte, ingresa una nueva significación con los “llaveros” o “pulseras” como objetos sagrados movibles, transportables, individuales donde se encuentran la imagen de la Virgen activando un campo semántico vinculado a una forma de salvación/protección frente a la situación imprevisible que genera el virus. Y también, se presentan alternativas más económicas: los comerciantes de las coronas ofrecen sombreritos por cien o doscientos pesos para la Virgen, como una opción para cambiar la orfebrería que acompaña la vestimenta y que -de acuerdo al tamaño de la imagen- tiene un precio que oscila entre los dos mil y tres mil pesos.
Estos objetos sagrados forman parte de lo que Joaquín Algranti (2013) y su grupo de investigación han denominado una industria del creer, pero en el caso de Urkupiña -además- se podría sostener que es “paralela”, retomando el concepto de industrias culturales paralelas de Marcelo Guardia Crespo(2003) quien aborda el proceso de las ferias en Bolivia donde se venden CDs pirateados, entre otros productos. Es paralela porque no sólo se venden objetos tradicionales como novenas o rosarios, sino porque se comercializan materialidades específicas que no se observan en otras devociones practicadas en la capital salteña y que van desde imágenes de la Virgen en diferentes tamaños, la vestimenta, la orfebrería, alasitas, entre otros objetos sagrados. Estas materialidades están vinculadas, por un lado, a los gustos legítimos de las agencias y, por otro, a las funciones de cuidado sagradas que la gente le atribuye a las mismas. Los llaveros y las pulseras (que antes de la pandemia no eran tan comercializadas para la Virgen) cumplen ese rol y permiten reflexionar- además- cómo se re-actualizan o re-configuran los objetos sagrados en contextos de contingencia. Antes, los objetos que se mercantilizaban estaban más relacionados a cómo agasajar a la imagen en una forma de demostración de cariño a la divinidad y de exhibición de las posibilidades del devoto de vestir a su imagen, todo lo cual que insertaba en un proceso de fetichización donde se humanizaba el bulto (se la llevaba a la peluquería, se le colocaban implantes de pestañas, se le ofrecía comida, entre otras prácticas). Si bien ese campo representacional donde estaba impresa la lógica de la reciprocidad andina sigue vigente (mientras mayor era el agasajo, más serían los bienes materiales que le concedería la Virgen al devoto), el ingreso de estas nuevas materialidades disputa ese sentido y los sitúa, ahora, en una necesidad de salvación que se inscribe y porta en el cuerpo del creyente. En el trabajo se fue explorando cómo un culto mariano, migrante y apropiado por familias salteñas sufrió ciertas “continuidades” y “rupturas” en épocas de pandemia. Como diría Alejandra Cebrelli (2020), en este tiempo suspendido, de confinamientos o distanciamientos –según sea el caso- juegan un papel importante los vínculos, una revalorización de otras formas de subjetividad y vincularidad que lejos de romantizar esta situación de pandemia mundial, nos pone frente a la posibilidad de pensar cómo las agencias construyen diversos sentidos entre lo humano y lo divino y donde están latentes – como en este caso- las materialidades sagradas, las identidades y los territorios.